Alguna vez o varias, todos hemos sido bobos; hemos cometido boberías.
Desde niños, cuando por estar con la boca abierta mirando flotar un globo en el viento incontenible del parque, se nos derretía el helado. Una bobería que viene a ser una torpeza infantil plena de inocencia como cuando nos poníamos los zapatos al revés. El izquierdo en el pie derecho y lo contrario, pero no tanto como el chiste bobo que me inventé sobre el niño que le lloraba a mamá porque los condiscípulos de la escuela se burlaron pues llevaba los zapatos puestos al revés.
-Pero Ivancito, todos los niños se han puesto alguna vez los zapatos al revés –
Pero mami… ¿con los tacones adelante?
No se rían por esa bobada, les suplico, porque parecerán bobos.
Va este preludio para contar lo que se sabe: que los bobos del pueblo sufren de una patología mental con que la naturaleza impura e inhumana los condenó a algunos al triste olvido, al desarraigo total, a ser ignorados por la suertuda y lúcida sociedad que los rodea. A otros los rodea la misma sociedad – o suciedad, que sé yo- para mofarse o para ponerlos como el bufón del pueblo, el payaso inconsciente de su desventurado espectáculo. Otro , con la suerte de su lado, son respetados por respetuosos, callados pero observadores como un búho, que duermen por largas horas en una banca cualquiera que se topen en su andar lento o presuroso con la serena placidez de un bebé recién nacido.
Recuerdo, cuando mi oficio único era ejercer como niño, al ‘bobo gobierno’ en mi Capitanejo. Nunca supe cómo se llamaba ni tampoco quién lo bautizó con ese nombre tan emblemático y sui generis pues casi siempre los apodos tienen que ver con su parecido a algún animal o a veces por sus actitudes rutinarias: gato ‘peinao’, dientes de perro, cejas de pollo o ‘Gorogoro’, que en Capi su rutina era un gorjear ¡gororororogorogorogororo…! interminable con sus zancadas de garza extraviada e incansable.
El ‘bobo gobierno’ era bajo de estatura, musculoso, con su abdomen moldeado en arcilla, calculo que de cincuenta años de edad y era mudo.
Deambulaba sin camisa, se metía en las cantinas y observaba las mesas de los bohemios de siempre y cuando una botella de cerveza casi desocupada ya parecía abandonada por su dueño, metía sus manos por entre los habituales y sin pedir permiso y sin saludar ni aunque fuera con señas la cogía y se bebía lo tibio que quedaba delante de los tertuliantes que oían a Antonio Aguilar con su cantar sereno pero agudo: ‘ el tiempo pasaaaa…/ y no te puedo olvidaaaarrr…’
Los concurrentes lo conocían y ni se inmutaban por la aparición de ese invitado recurrente que atropellaba sin tarjeta de invitación. Tomaban esa habitual escena como un ritual ineludible y continuaban su charla como si el ‘bobo gobierno’ no estuviera ahí.
‘Tiene cara de llamarse Desfranís’, pensaba yo en mi tierna imaginación. Tenía un coto que parecía una sandía envuelta en una tela mestiza que colgaba en su cuello y sin hacerle estorbo. Doña Ascención, propietaria del establecimiento, siempre le hacía señales de ‘ no fastidie’ y Desfranís sin mirarla levantaba y bajaba su brazo rápidamente y con cortos mugidos le respondía algo así como que ‘no joda’ con una incomodidad que rompía su eterna serenidad.
Nunca supe si su tarzanezca musculatura era resultado de cargar cajas de cerveza vacías y llenas donde los Dubeibe, una familia de origen libanés que distribuía ‘la Bavaria’ en el pueblo. Desfranís se cargaba sin mover un músculo tres cajas de cerveza completas que bajaba de los camiones y las metía a las bodegas oscuras e hirvientes del calor habitual que se acomodó en Capi desde los tiempos de las cavernas. ‘Gobierno’ se pasaba el tiempo en ese trajinar diario que distribuía entre cargar cajas de cerveza y beberse los últimos contenidos del fondo de las botellas. Cuando hablan del ‘bobo de Sonsón’ lo asimilo a la imagen del ‘bobo gobierno’. Y el ‘bobo de Sonsón’ era aquel personaje antioqueño que no era bobo, pues unos ricachones del pueblo a quienes se les fue la mano en arequipe navideño se les estaba dañando mucho del exceso; se les estaba volviendo verde de moho lo que aún les sobraba. Sacaron dos totumadas del manjar y se las dieron al bobo. El bendito hombre asombrado por tan grandioso obsequio, poniéndose una mano en la la quijada se quedó largamente pensativo como sospechando algo…fue entonces cuando exclamó muy sabiamente: ‘Déso tan güeno no dan tanto’. De ese episodio y de esa exclamación proviene lo que muchos entendemos que cuando hay algo abundante y nos lo dan barato es cuando sospechamos que hay algo anormal en ello y es cuando muchos irrumpimos con ‘y como dijo el bobo de Sonsón: déso tan güeno no dan tanto’.
Me faltó ‘Gorororo’, a quien también llamaban ‘Pedro Mulas’, que por bobo -perdón, Pedrito- se ahogó en el río Chicamocha cuando sin saber nadar intentó atravesarlo. Capitanejo lo lloró bastantes días. Se me quedó ‘Pequé’, – Lucinda Rojas-. Una mujer menudita que iba a todos los funerales sin conocer al difunto; iba a todas las misas y ya se sabía que cantaba todo lo que hay en la liturgia pero con una voz tan chillona y tan desafinada que espantaba a los murciélagos del campanario. Dormía en diferentes casas donde le tendían una estera de platanillo y cuando murió todo el pueblo fue al entierro. Hubo más gente que cuando llegó el obispo a repartir cachetadas benditas a los niños.
En fin, hice este corto recorrido como un homenaje a estos seres humanos sencillos, infortunados unos, otros muy queridos que tenemos en nuestros pueblos. Creo que no hay un municipio colombiano sin ‘su bobo’.
También recordé que, aparte de bobos de pueblo, tenemos además bobos nacionales.
Por ahí, como en Capitanejo también tenemos nuestro ‘bobo gobierno’.
0 37827 Me Gusta