Para los historiadores de las sensibilidades es posible historiar la vida cotidiana y la existencia de olores agradables y repulsivos para entender el crecimiento desaforado de lo urbano. El olfato, dice Alain Corbin[1], ha sido relegado por los otros sentidos y encerrado en el mundo del instinto, asignándole el sello de la animalidad. La acción de olfatear, husmear o bien de otear, implica un profundo sentido social lo que nos suministra una nueva lectura de la conformación de la sociedad y de grandes acontecimientos contemporáneos, como el aumento del narcisismo, el refugio en el espacio privado, la intolerancia de la promiscuidad, etc.
Según los expertos, el sentido del olfato es el que más sensaciones nos evoca, el que más enciende la memoria. Las células de la nariz reconocen los olores, que como un disparo se dirigen directamente hacia el cerebro, grabando en piedra las aromas en la memoria y asociándolas para siempre con instantes, lugares y eventos, con la vida que siempre sucede a pedacitos, cicatrizada por recuerdos y emociones
Para el filósofo de Cambridge, George Steiner, Europa está asociada a la idea de los cafés. Hemingway nos la dibujó como una esplendorosa fiesta parisina de los veinte, y a pesar de la pestilencia que rebosaba en el metro hace décadas, la París que todos soñamos sigue siendo el templo de los perfumes: “una ciudad bulliciosa que huele a frío, a mantequilla y a flores”.
Así como Dublín tiene sus pubs, Bucaramanga tiene sus parques, que huelen a mierda, a alcantarilla, a orines, a pasto seco, una pesada mezcla que arrastra la brisa y el calor. Muchas calles respiran miedo, huelen a sucio, a peligro, a marihuana. Los habitantes de calle, los que llamamos vilmente desechables, colonizaron el centro a la brava porque quizás no les hemos dado otra alternativa. Son los indeseables, el exosto por donde la sociedad desfoga sus desdichas y sudores. Sus olores son los de la miseria, la hediondez del pobre, de su madriguera. Y para completar, nos tragamos el “putrefacto olor a cacho podrido” de las plantas de Girón que con desechos animales producen alimentos para mascotas. Estas empresas se han defecado en media ciudad sin que pase nada.
Cambió el espíritu de la ciudad, como cambió el de todos, para muchos peor; todo tiempo pasado fue mejor, dicen los mayores, como también lo dijeron los viejos del siglo pasado y todos los viejos de tiempos más anteriores. Es la nostalgia circular del origen, que nos amarra y nos empuja inconscientemente al principio, al polvo bíblico que somos, a la grey comunal de los primeros cristianos, a las cuevas de los homínidos que hace millones de años resplandecían con el fuego.
Solo quedan recuerdos y nostalgias de aquellas épocas, cuando se flaneaba la ciudad sin límite ni hora, solo o en gavilla, en cualquier tiempo, y nuestra ilusión más preciada era la tranquilidad y el sosiego, guiados por el canto de las chicharras y los pájaros, que a veces lo cortaba el vozarrón del vendedor de la lavandería “La Química”, o del coro de los soldados que trotaban por las calles del barrio: “a los guerrilleros cogeremos y sus ojos sacaremos”. Poesía pura.
Era la Bucaramanga que olía a tabaco y nos conminaba al “SILENCIO, TABACO EN REPOSO” en la carrera 27, de los mayores iconos simbólicos que hemos tenido. Será que añoramos la ciudad apacible, pequeña, buen vividero, de buenas costumbres, que fue cuando todos nos conocíamos y el salir a la calle era toda una celebración. En la puerta de la casa sacábamos la mano y justo ahí el bus de la ruta Álvarez paraba y lo recogía a uno y lo desembarcaba de vuelta casi que en la mitad de la sala. ¿Todo esto ya es pasado o hay energías descomunales durmiendo que podrían recuperarlo?
II
Una joven periodista radial un viernes sin IVA, le preguntó optimista a un miembro de la familia Miranda en El Cacique: “que va a comprar señor”, y el paisano con la sinceridad a flor de piel, se la soltó como un machetazo: “no tengo ni mil en los bolsillos”.
Ostentamos dos campeonatos honrosos que hemos ganado a pulso en franca lid ante adversarios poderosos: la “capital mundial de las cumbias” y la “ciudad de las comidas rápidas”. Comemos hamburguesas, perros calientes y empanadas como bestias hambrientas. Las empanadas que son como un viaje de placer, tienen festival propio y las hacen de langosta, carne oreada, pepitoria, lechona y la clásica de yuca, que son celestiales si van cargadas de ají. Esos placeres no se discuten con nadie.
Un popular locutor radial, un lunes soleado de octubre cuando aún salíamos con permiso y bañados de alcohol, le pregunto con cierto halo de censura al organizador del exitoso evento por las quejas de algunos vecinos pudientes y estirados del parque San Pio derivadas de la congestión y el ruido que había alterado el sosiego del sector. El joven empresario le respondió de una, directo a la yugular, como debe ser: “pido excusas por la intranquilidad que causamos, pero le cambiamos al parque el olor de marihuana por el olor de la empanada”. La mejor pintura en años del carácter excluyente que arrastramos.
Resolvemos todo imponiéndonos, hasta lo de la cama, dándonos en la jeta, a cuchillo y a putazos. Doblamos la tasa de lesiones personales del país hace años, tenemos el menor indicador de confianza y todo ello es normal. Los indicadores positivos sirven para que líderes oportunistas cobren su autoría y nos descresten con el “milagro santandereano”. Esta generación es amante de las mascotas más que los hijos, creativa e inteligente, que se deprime a diario, ve normal la marihuana, el fracaso, la soledad, la fiesta, el sexo y la comunidad LGBT. Los bares, las universidades, la familia y el submundo lo destilan sin barreras ni prejuicios.
III
A finales de los 80, el incomprendido Sterling Castañeda, sincero e inteligente matemático y cara de tunebo feliz, tuvo los cojones y la gallardía de “legalizar” el cannabis y el goce pagano en la UIS a plena luz del día, sin vergüenzas ni rodeos. “Abríamos la llave del agua y salía semen”, solía decía, inquisidor. Todas las tardes, sobre todo después del jueves, la murga y la existencia se celebraban en las residencias, en los cupos alquilados o en la cancha de futbol, sin límite alguno. La vida entonces danzaba esquivando la guadaña y el balazo que recorrían el país matando sin piedad. Los jóvenes en barriadas y colegios reventaban las minitecas donde todos eran iguales y la pertenencia a una pandilla o parche los convertía en ídolos; siempre había novia distinta en cada fiesta.
Era la ciudad que sabía a hormiga culona, a melcochas y transcurría con el sonido de las chicharras y del agua en las muchas quebradas que brotaban. “Nos hicimos mucho más que compañeros”, entonaba el grupo Éxodo. Atrás había quedado la ciudad que cantó José A. Morales: “Señora Bucaramanga, señora de las cigarras, que tienes mujeres bellas y esbeltas como sus palmas”. Las chicharras se fueron porque acabamos su hospedero principal, su hábitat, la acacia amarilla. Eran los tiempos se salía al centro con sombrero, saco y corbata, porque hacía frio, pero jugábamos en la calle, dormíamos con cobijas El Sol y los pocos pillos robaban lo razonable.
Hoy nuevos pobladores han llegado a la ciudad: los gallinazos y los venezolanos. Tenemos la tasa per cápita más alta de “chulos” de Latinoamérica. Los vemos y desfilan con nosotros, habitan la ciudad, desde la plaza San Francisco hasta Diamante II pasando por el centro, Cabecera, Cañaveral y La Cumbre. Están en todas las barriadas sin distingo social, donde vive la gente que sale enardecida a marchar por el agua y el páramo, y la vez, sin hígados, saca la basura sin reciclar a la esquina, lo que volvió cloacas infernales las quebradas y los ríos de Oro y Lebrija. Quizá tantos colchones y muebles viejos que terminan en sus aguas, sea un indicador de lo infieles que somos o queremos ser, de los estragos del amor que padecemos, de cómo siendo tan silentes los afectos nos estrangulan. Las cumbias, el vallenato y Jessi Uribe nos lo explican mejor que nadie.
Los muchos recicladores venezolanos se encargan de espulgar la basura y exhibirla como restos después de una explosión. Lo hacen adrede vengándose por tanta discriminación y aporofobia[2] que hemos cultivado. Cundió la narrativa que son culpables de todo, que matan, que roban que debemos echarlos a puñetazo limpio o a “paloterapia”. Como no tenemos memoria, no sabemos que Venezuela décadas atrás nos puso a vivir, nos recibió y devolvió con dinero, ostentando como nuevos ricos, camionetas americanas, botas texanas y bolsas de alimentos.
Muchos somos como ellos; excluidos, faltos de ilusiones, de futuro, haciendo malabares para vivir bien, para ir con la familia a cine, para tomarse un buen vino o viajar en avión a una playa desgastada, y tomarnos allí la selfi para subirla a las redes y mostrar que tenemos, que somos alguien. Hipocresías y morronguerías. ¿Habrá un dios justo y bueno, que nos convierta en interlocutores capaces y dejemos de pensar en montar tiendas, estrenar carro, obtener márgenes pequeños y vivir de zalamerías impostadas?
Por estos días que andamos paniqueados del susto por tanta inseguridad y sin control de las autoridades, me conmovió el atraco a un pensionado que descansaba en una tienda OXXO en un barrio de clase media. Delincuentes en motos lo “atarzanaron”, cayendo de culo junto a la mesa y las sillas, y en medio del forcejeo, uno de los rateros gritaba, “dele bala”. Ello sucede a diario y nos tiene impávidos, acobardados. Las autoridades decidieron poner la atención en otro foco: dizque volvernos una ciudad inteligente: “pa’qué zapatos sino hay casa”.
En 2016 el director de Fenalco, celebrando iracundo y básico la llegada de OXXO, dijo: “ellas facilitarán la vida y harán que la ciudad se vuelva más cosmopolita”. Había aprendido bien la misión de la marca: “satisfacer en todo momento y con pasión las necesidades cotidianas del consumidor, simplificándole su vida, para que disfrute más su día”. Quizás los dos tenían razón. “En tiempos tan oscuros nacen falsos profetas y muchas golondrinas huyen de la ciudad”, canta profético el eterno Joaquín Sabina.
[1] Alain Corbin. El perfume o el miasma. El olfato y el imaginario social. Siglos XVIII y XIX. FCE. México. 1982.
[2] Rechazo al inmigrante pobre. Ver: Adela Cortina. Aporofobia, el rechazo al pobre. Barcelona. 2021.
*Candidato a Doctor en Estudios Políticos de la Universidad Externado de Colombia
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