A Brígida, mi abuela, le gustaba fumar en secreto, a escondidas. Era demasiado señora para andar fumando, le decían mis tíos. Era demasiado grande para que la regañaran por andar fumando, pensaba ella.
Tengo pocos recuerdos suyos, pero sé que la única vez que la vi sonreír en la vida fue cantando “a mí me llaman el negrito del Batey, porque el trabajo para mí es un enemigo”, versos de ese son inmortal de Alberto Beltrán; también lo cantaba en secreto,- supongo- porque me guiñó el ojo y pasó su dedo índice por la boca para pactar conmigo el silencio.
Era yo demasiado niña para comprender que, tal vez, no le gustaba trabajar, o para preguntarle si ella no lo consideraba pecado.
Jamás entendí el guiño de complicidad porque ella era una señora como tocaba en su época: resignada y sumisa, de las que se sobrepuso a las infidelidades del marido, preparó comida para la familia con más responsabilidad que alimentos y calló en vez de gritar los abusos de su patrón. En general, hizo todo lo que tocaba a las mujeres de su tiempo y su clase social. Entonces, pese a lo recta y correcta ¿yo, tenía una abuela a la que no le gustaba el trabajo? La comprendo.
Hace como dos años le hice una entrevista a una investigadora muy famosa en temas migratorios, y conversando sobre la hibridación cultural que daría como posibles resultados la llegada masiva de personas de Venezuela, le pregunté ¿Qué podríamos aprender los colombianos de los venezolanos?
– “A trabajar menos y disfrutar más” – respondió.
Coincido. Esa capacidad de trabajo, que ha sido el respaldo de varias generaciones para lograr un poco de movilidad social, vivir o sobrevivir, es también el triste epitafio de los pobres y los trabajadores.
Conformista y obediente el trabajador colombiano agradece la mala paga a su patrón, y el patrón piensa que le hace un favor cuando consigna su salario.
Y el que no tiene salario sino honorarios, por ser contratista, siente que está incumpliendo su contrato por cada instante de evasión, sin pensar en que no debe cumplir las 8 horas nalga que debería entregar si tuviera un contrato laboral y no por prestación de servicios, prestación de servicios que no distingue la noche del día, o lunes de domingo.
¡Agradezca que tiene trabajo! Es el mantra consolador.
Cierta vez, mientras me tomaba algo en un elegante café, llegó al frente, en la calle, un ‘tragafuegos’ en zancos. Mientras se embuchaba el alcohol y lanzaba luego la llama, también bailaba, finalmente con su boca apagaba la antorcha: “yo en su lugar, preferiría robar”, concluí.
“Y es que yo no sé en este país como un carajo: de carpintero, latonero, albañil, arriador de agua, embolador, vendedor de Malboro, carretillero, arria bulto, portero de cabaret, cabrón de puta vieja, ayudante de bus, fabricador de jaula, vendedor de raspao, chazero, administrador de un agachate, mandadero, vendedor de maní, acordeonero, serenatero, fotógrafo de bautismo, voceador de periódico, vendedor de tinto, llantero… Puede vivir”, canta la banda Systema Solar, parafraseando un cuento de David Sánchez Juliao.
Es el Día Internacional del Trabajo, pero mejor pensemos en otra cosa, no hay nada que celebrar.
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