Hay una belleza en el encuentro que es difícil de describir. Cuando se le compara a su hermana, la reunión, se empiezan a sentir las particularidades que distinguen a la una de la otra.
No hay que malentender; nada de malo tiene la reunión, pero ella está planeada, está en las cuentas, está configurada, es predecible, es imaginable, está atada a la expectativa y esto la limita.
El encuentro, en cambio, parece una manifestación absoluta de la naturaleza humana, de la naturaleza la vida, es improvisado, muchas veces atravesado, se compone sobre la marcha, es absurdamente impredecible, es inimaginable, no tiene una expectativa porque nadie lo esperaba, es libre.
Esto yendo de la mano con el hecho de que detrás del encuentro yace la casualidad, cosa siempre fascinante y estimulante para la mente humana.
¿Qué es la casualidad sino la confirmación de un destino antes no imaginado por el destino de nuestras mentes?
Todavía más exacerbante es la sensación de euforia de un encuentro cuando los implicados no han cruzado caminos después de haberse sometido al incesante paso del tiempo.
Entre más tiempo pasa, más celebración amerita el encuentro, más regocijo hallamos en él.
Esto nos lleva a la primera ironía de los encuentros y la reuniones: extrañamente a quienes más apreciamos y a quienes más queremos es a las personas que intentamos ver con más frecuencia, es decir: le llevamos la contraria a la función dependiente del tiempo que dictamina que la cantidad de tiempo entre un encuentro o reunión y otro del mismo carácter es directamente proporcional a la alegría que las partes sienten cuando se encuentran finalmente.
Hacemos del amor de nuestros seres queridos parte de nuestra cotidianidad, destruimos lo memorable del encuentro para reemplazarlo con la seguridad de lo habitual. En sí, la amistad y el amor se nos aparecen como una casual destrucción de lo especial en aras de preservar la calidez de un abrazo al que nos vamos acostumbrando.
Sin embargo, ¿qué somos sin el amor cotidiano? Es como si estuviéramos condenados a sacrificar la magia de la coincidencia para tener un suelo donde pisar todos los días, un hombro sobre el cual llorar cuando se necesita, un chat al cual recurrir cuando estamos en apuros. Suele decirse, al menos en esta tierra, que aquello que siempre está dispuesto para darnos balance en medio del caos cotidiano se llama familia, que es lo que siempre está ahí, dándonos un aliento cuando parece que el oxígeno del planeta se ha agotado, ayudándonos a levantar cuando parece que la atmósfera quiere hacer de nosotros meros granos de arena en el desierto infinito del fracaso.
A lo largo de los años he logrado entender que si bien esto es una verdad para la mayoría, la situación no se da en todos los casos. Detrás de esta aflicción que es haber perdido el hogar de la familia, unos arguyen que “los amigos son la familia que uno escoge”. Démosle un vistazo a esta afirmación para descubrir qué verdades y qué mentiras entraña y cómo se contrasta con lo que realmente ocurre en el plano físico, más allá del alivio que pueda evocar esa idea atractiva de la elección. […]
3 37827 Me gusta
1 comment
Excelente reflexión