Antes de la pandemia, ya existía una profunda preocupación por el funcionamiento de la economía en países de crecimiento constante, donde, sin embargo, gran parte de la población no veía mejoras en sus ingresos. Es decir, aquellos países cuyo PIB aumentaba año tras año, mientras las condiciones de vida de los más pobres no mejoraban y los más ricos seguían acumulando riqueza de forma desaforada.
Ese no era el cuento que nos habían contado sobre el capitalismo desde “El fin de la historia”, cuando se impuso solitario durante un par de décadas dicho paradigma de desarrollo a partir de la caída del muro de Berlín.
Algunos autores ampliamente reconocidos, como Paul Krugman, y otros que antes habían abrazado el discurso unipolar de la economía de mercado, como Joseph Stiglitz, empezaron a advertir que la desigualdad entre pobres y ricos se encontraba en expansión. Los pobres, como el azúcar al fondo del tarro, seguían estando al margen, sin cambios significativos.

Otro aporte significativo a esta discusión lo realizó el francés Thomas Piketty con su investigación titulada “El Capital en el Siglo XXI”, publicada en 2013, tras la crisis de las ‘hipotecas subprime’ que dejó a miles de estadounidenses en la calle y con deudas, así como bancos quebrados que fueron rápidamente rescatados por el Estado. El libro, grosso modo, realiza un análisis histórico de la desigualdad, centrándose en los países más desarrollados del mundo, y argumenta la necesidad de establecer políticas públicas para revertir este fenómeno, que en última instancia también podría desencadenar una crisis o representar la crisis misma del sistema.
El libro, grosso modo, realiza un análisis histórico de la desigualdad, centrándose en los países más desarrollados del mundo, y argumenta la necesidad de establecer políticas públicas para revertir este fenómeno, que en última instancia también podría desencadenar una crisis o representar la crisis misma del sistema.
Fue tal el éxito del autor francés que llegó a dar una conferencia en uno de los países más desiguales del mundo: ¡el nuestro!
En esta conferencia, afirmó que Colombia es prácticamente un milagro social, ya que no es tan violenta como desigual. Es por esta razón por la que la posibilidad de crear el Ministerio de Igualdad cobra toda la relevancia. Una entidad encargada de uno de los grandes problemas del país generaba una gran expectativa, tanto en los potenciales beneficiarios de sus políticas como en quienes consideramos que la violencia proviene de la desigualdad y no de la pobreza.

Sin embargo, una gran expectativa siempre comporta una gran responsabilidad. Hace poco más de una semana, la Corte Constitucional tumbó la ley que aprobó la creación de dicho ministerio, y lo hizo no como parte de una estrategia de “Golpe Blando”, sino por una indelicadeza del Gobierno Nacional que no presentó el estudio de impacto fiscal de la creación del ministerio, es decir, las precisiones de cuánto nos va a costar y cómo vamos a mantener dicha entidad.
Toda acción del Estado conlleva costos, y lo más responsable a la hora de emprender cualquier gasto adicional es saber cómo se va a financiar. Sobre esta premisa se sustenta la planificación de todo gobierno, lo que los sabios de las finanzas públicas llaman “la regla fiscal”.
El gobierno nacional ha declarado repetidamente que esta regla representa un obstáculo para su labor de transformación del país y, por ello, ha manifestado en varias ocasiones que debería ser ignorada. Esto, a pesar de no haber logrado ejecutar los recursos disponibles en las diferentes carteras. Es decir: “sin orejas para aretes y pidiendo candongas”.

Nadie duda de que el país debe construir políticas públicas que apunten a generar más equidad e igualdad, lo que podría contribuir al desarrollo de una nación más justa. No obstante, es importante tener claridad sobre el balance de las finanzas públicas.
Recordemos que, del presupuesto general de la nación, poco más de la mitad se destina a gastos de funcionamiento, una cuarta parte a pagar deuda, y solo la otra cuarta parte a inversión. Requerir nuevos recursos implica, por definición, un debate responsable sobre cómo obtener esos ingresos, ya sea mediante nuevas fuentes de ingresos o redistribuyendo los recursos existentes. Superar la regla fiscal significaría perder puntos en la calificación crediticia y, lo que es peor, seguir por la senda de desincentivar la inversión.
Finalmente, si la entidad sigue en pie, porque la Corte dio un plazo para volver a presentar la ley ante el Congreso, es importante que sus recursos sean destinados a contribuir con su misión a través de políticas y no para aumentar la burocracia y el funcionamiento por una razón elemental: no se puede combatir una desigualdad de hierro con un ministerio de papel.
De los 1.3 billones presupuestados para el Ministerio liderado por la vicepresidenta Francia Márquez, el 70% se destinó a funcionamiento y solo el 30% a inversión, cuando la relación debería ser como mínimo inversa para ver si de esta forma los colombianos del fondo del tarro de azúcar también pueden empezar a ¡vivir sabroso!
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