Voy llegando al parque del barrio San Luis al sur de la ciudad, un espacio pequeño pero suficiente para cambiarnos el ánimo y la temperatura.
Solamente a veinte metros de allí queda la calle 89 que es un infierno en la tierra donde no se ve ni una matica de cilantro, ni un arbolito aliviador .El parque está repleto de vegetación, de arbustos, árboles mayores y el tórrido sol sólo tiene espacio para dejar unos pocos retazos de luz sobre el césped refrescante.
Ya encontré lo que buscaba: está forrado de rojo hasta las orejas con su uniforme de labores. Mi primera impresión fue que vi el fantasma del Barón Rojo, héroe alemán de la primera guerra mundial que piloteaba su avión de combate que destrozó ochenta bombarderos de sus adversarios. Tenía 25 años cuando cayó combatiendo.
El personaje de San Luis tiene unas gafas como las del Barón pero es para protegerse del polvo y de la luz solar. Me le acerco con la fe puesta en que el hombre va a tener tiempo para contarme su historia de aseador mañanero. La empresa es Veolia, una multinacional francesa que absorbió a Rediba hace poco tiempo y cuyo lema es ‘renovando el mundo’ Bastante pretenciosa la condenilla.
Me siento en un escaño frente a él y lo saludo. Le explico el motivo de mi acercamiento y empiezo a preguntarle sobre su oficio. A algunos de sus colegas no les gusta que los llamen barrenderos, se incomodan, se irritan, prefieren, me imagino, que les den título y diploma: ‘peritos en eliminación de subproductos’.
Nuestro Barón Rojo se llama Sergio Castellanos y hace trece años que está zambullido ocho horas continuas en estas labores rústicas, de seis de la mañana hasta las dos de la tarde los lunes, miércoles y viernes. Vive en el barrio La Trinidad, tiene una motocicleta y en quince minutos está antes de las seis retirando toda la parafernalia, las herramientas, en un local de acopio que arrienda la empresa para que todos sus colegas a quienes les corresponde ese sector las guarden y a la hora en punto empiecen a recoger los deshechos callejeros: paquetes vacíos de cuanto les dé la imaginación a los lectores o que también han visto; latas pequeñas, pedazos de papel periódico, bolsas de agua y de yogures, alambres, cáscaras de naranja y más lisonjas que le regala la vida. Hasta una argolla de oro se encontró pero ese hallazgo no lo metió en la bolsa donde juntan la basura.

También ha tenido la sorpresa de encontrarse con el tesoro escondido del pirata: un gato muerto. Esa clase de joyas se reportan a la empresa y una volqueta viene por ellas. Un supervisor está atento de su presencia y pasa y pregunta por las novedades que generalmente no hay. En los días de fuertes aguaceros hacen un receso obligado pero las aguas que discurren tormentosas por los bordes de las aceras parece que ayudaran, que fueran su asistente personal, pero no: acumulan más abajo el mugrerío y luego tiene que palear el barro, luchar contra el reguero que dejan las tormentas.
Carga un palín, una pala pequeña para sortear esas pequeñas desventuras y también un cargador artesanal que él mismo construyó porque la empresa les entrega uno casero, doméstico, muy pequeño. Sergio se ingenió uno con un galón de aceite, plástico, y se nota por los bordes que utilizó un cuchillo de cocina. ‘Con esto si se puede cargar con los barrizales que son pesados porque a los caseros se les partía el mango’, me dice oculto tras el tapabocas.
En el biciclo, como se llama el cargador de sus útiles, que es una estructura de hierro, llantas pequeñas pero gruesas y que además en la parte baja tiene una especie de maletero para quien quiera guardar su merienda; lleva un rastrillo plástico para recoger hojas sobre los prados de los parques y frente a viviendas que tienen un pequeño corte de grama. Los conos color naranja se ponen en las calles como protección de los automóviles a pesar de que barren en contravía para poder verlos de frente. Sus guantes que con el sol canicular hacen arder las manos son de un látex pesado y él prefiere los de carnaza que es un cuero que va bajo otra capa de cuero natural, del exterior de las reses. Las botas de caucho parecen irritantes pero me cuenta que son suaves y frescas.
Este trabajo público tiene agradecidos y de los otros. Algunas señoras le reclaman porque ‘hace días que no pasa’ y entonces Sergio les muestra un papel- documento con la firma de algunos vecinos que testifican que sí estuvo presente y entonces las deja mudas. Son esa clase de personas que mientras se están chupando un limón están pelando el otro.
Otros agradecidos le brindan un café con panecito o en los sitios de negocios le manifiestan su aprecio con un refresco y una empanada que recibe con mucha satisfacción porque el turno termina a las dos de la tarde y a esa hora el organismo empieza a aullar de tormento, el estómago protesta y le pone advertencias perentorias: ‘Te voy a causar un patatús o lo que quieras pero nada bueno’.
Le traigo dos empanadas y una cocacola y ya dejo de estorbarle el trabajo.
Mientras los vecinos que lo ven lo saludan y le dicen afectuosamente que está en ‘zona de alimentación’, me cuenta que su esposa se llama Fanines –nombre curioso- y que su único hijo es Sergio Nicolás de quince años.
Cuando se quita la mascarilla para degustar lo que le llevé, deja ver su bigote, su barba y le falta un diente. En ese momento es cuando acabo de descubrir, aún más, su bonhomía, su caballerosidad, su amabilidad.
Creo que todos ellos son así: sin basuras en el alma.
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