Desde que a los antiguos griegos se les ocurrió crear un sistema de gobierno amplio llamado demagógicamente democracia o gobierno del pueblo, surgió, de paso, la demagogia, otra expresión del hermoso lenguaje griego que , por supuesto, ya sabemos qué significa. Un bien trae su mal, al parecer.
Había que elegir a los representantes de ese pueblo por elección popular para que legislaran en su nombre.
Esa sabia manía se extendió a muchas sociedades del mundo conocido y aún impera en muchas repúblicas, estados soberanos, islas minúsculas y comunidades indígenas para escoger a sus gobernadores.
La incultura política y de la otra, que nos ha acompañado por siglos, ha echado al traste, a la bolsa de los residuos inútiles la buena voluntad de la idea, de un sistema político de bienaventuranzas.
Lo peor de este paisaje dantesco es la indiferencia de los abstencionistas. De los indiferentes, de los que para su pequeñez egoísta el importaculismo es su dogma de fe, su pobre filosofía personalista. Hasta arrogantes se ponen enorgulleciéndose de tanta irresponsabilidad con el interés comunitario.
Nuestra ignorancia proverbial sobre tantas materias nos tiene sometidos a que cualquier culebrero sin culebra aparezca en el escenario teatral a hacer de la demagogia un arte escénico, un espectáculo deslumbrante, de magia locuaz, perfumado y galanesco, que ha llevado a tanto mediocre a los altos sillones del poder.
Unas chicas lindas resumieron en el pasado esta calamidad con otra calamidad: ‘Nosotras votamos por Andrés Pastrana porque es un churro’. Y con esa candorosidad de idiotismo vergonzante hemos continuado y continuaremos, dolorosamente, hasta el fin de los tiempos.
Es repugnante ver este entorno electoral pleno de marrulleros, de indecorosos sin sonrojos, rebuscándose su interés particular encubierto con el interés general. No es nada nueva esta visión sino un sencillo recorderis.
‘La mayoría gana’ es el lema central de las ‘democracias’ y lo aceptado como regla mayor de ese sistema. Como la mayoría es la ignorancia hecha persona con el derecho supremo de elegir, ahí se ven, cíclicamente, los lamentables resultados.
Candidatos subjúdice sólidos y con gran respaldo populachero; otros que nunca han salido de su estrato 6 ahora metidos de cabeza en el estrato1 buscando lo que nunca han tenido y untándose de mocos de los niños barrigones de parásitos; el de más allá inventándose sus lemas vacíos, totalmente descerebrados, faltos de un talento en que no pueden resumir, con honradez personal y política, una propuesta válida; todos son el ‘Cambio’, ese sonsonete inescrupuloso, irrespetuoso con las colectividades serias que esperan, inútilmente, algo distinto.
Este desolador panorama donde los mejores proponentes y decentes candidatos pareciera que nunca llegarán a la cima, escalando estérilmente territorios sórdidos y escabrosos para el entendimiento, nos estará rondando por siempre mientras no haya una buena educación y cultura política clara entre nuestros compatriotas humildes en tantos sentidos, resignados a un emparedado temporal que no quita el magro sabor del ayuno.
Y los mismos de siempre con lo de siempre: con los ojos bien abiertos y fijos, sin parpadear, observando sin complejos de pena ni de culpa su único objetivo, el objeto de su interés avaro y sin escrúpulos, de Gargantúas sin regodeos, ese bolso gordo que está expuesto y abandonado, sin quién ayude a protegerlo: el erario.
Ah, bien, algo queda para remodelar el parque.
¡Algo se hizo!
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