Hace 22 años me encontraba en la zona mixta del estadio ‘Palogrande’ de Manizales. Se alistaban para saltar al terreno de juego los equipos Once Caldas, – quien hacía las veces de local- e Independiente Santa Fe que esa soleada tarde visitaba al onceno que representa a una de las regiones cafeteras de Colombia.
Por aquellos años trabajaba con Caracol Radio y con la cadena de televisión SKY. Fui enviado para realizar la labor de reportería en la planta baja y en la cancha del escenario deportivo. Mientras los equipos se alistaban y compartía una amena charla con mi ex compañero de labores en Caracol, Martín Alonso Henao, apareció la terna arbitral del partido. A su lado estaba Flavio Rojas, quien hacía tres años exactos había pitado el primer juego de la final del fútbol colombiano entre el Atlético Bucaramanga y el América de Cali, celebrado en el estadio ‘Alfonso López’ el 17 de diciembre de 1997.
Cuando lo vimos, iniciamos una conversación que no tardó más de cinco minutos, en la cual tuve la oportunidad de preguntarle algunas cosas, entre otras, la razón de porqué, él y sus compañeros de terna habían sido nombrados para ese crucial juego, 15 días antes de que se supiera cuál iba a ser el rival del América, equipo que desde hacía seis meses esperaba paciente al contendor que debía enfrentar para definir el campeonato.
Es más, días antes, cuando el Bucaramanga sacó al Quindío aquel 14 de diciembre con un gol de Orlando ‘fantasma’ Ballesteros, ya los árbitros habían sido designados por una oscura Comisión Arbitral manejada detrás de bambalinas por el Zar del fútbol colombiano Álvaro González Alzate. Para esa época los dueños del América seguían siendo los capos del Cartel de Cali, Gilberto Rodríguez Orejuela conocido con el alias de ‘El Ajedrecista’ y su hermano Miguel, apodado ‘El Señor’. A pesar de estar presos, todos sabían que al América lo manejaban Amparo -la hermana de los capos- y William Rodríguez Abadía, el hijo de Miguel Rodríguez Orejuela.
Todo esto con un ingrediente adicional, el técnico del América era Luis Augusto ‘chiqui’ García, sobre el que pesaban varias acusaciones de sobornos y arreglo de partidos. En esa ocasión le pregunté varias cosas en ráfaga a Flavio Rojas, cuarto árbitro esa tarde en Manizales, ciudad de la cual es oriundo, de las cuales solo atinó a responder un par de cosas.
Una de ellas fue que recibió órdenes precisas de “colaborar” para que todo saliera bien, y cerró con algo que llamó mucho mi atención: “Tenía que hacerlo, las órdenes habían llegado desde arriba; no me pregunte quién, eso llegó desde lo más alto, no podía desobedecer”.
Le volví a preguntar cuánto dinero le habían dado. Apenas sonrió. En ese momento de la conversación dieron la orden a los equipos de salir a la cancha, él volvió a mirarme y su sonrisa casi que nerviosa permanecía detenida en sus labios. Luego pensé que se me habían quedado en el aire preguntas como estas: ¿Por qué motivo no expulsó al volante paraguayo Javier Ferreira cuando le entró fuerte al volante del Bucaramanga Manuel Martínez y le fracturó su pierna derecha?
En mi labor de reportero debía cubrir la Dimayor, el ente que maneja el campeonato colombiano y cuya sede quedaba a pocas calles de la antigua edificación de la Federación Colombiana de Fútbol, en donde también se hallaban las oficinas de la Difútbol, la cual administra el balompié aficionado de este país. Era común encontrarse en los pasillos o en las cafeterías vecinas a personas que laboraban en aquellas instituciones y también a muchos árbitros que ingresaban con frecuencia al edificio localizado en la Avenida 32 # 16-22. Algunos trabajaban allí bajo las órdenes de González Alzate, quien no solo movía los hilos de las ligas y el fútbol aficionado, sino que también manejaba a su antojo -y creo que todavía lo hace- el arbitraje nacional. Quitaba y ponía árbitros sin sonrojarse.
Muchos de esos árbitros ‘soltaban la lengua’ y contaban detalles que acontecían no solo al interior de la Difútbol y de la Dimayor. También estaban dispuestos a confesar cómo se arreglaban los partidos y empezaron a revelar que en el torneo existía un lenguaje secreto lleno de señales, el cual hacía carrera entre los dirigentes corruptos y los árbitros que se prestaban para aquel macabro juego, del cual hacían parte un 70 por ciento de los 15 equipos del momento. Cuando amanecía la década del 2000, se realizaban prácticas y rituales oscuros heredadas de los sangrientos años 80 y 90.
Me empecé a reunir con ellos y revelaron que entre el 2000 y el 2001, Álvaro González Alzate había montado una estratagema al interior del arbitraje, la cual fue llamada ‘Operación NASAR’. El significado de la misma era ‘No A Sobornos Arbitrales’. Muchos árbitros de Bucaramanga, Bogotá y otras ciudades del país narraron cómo debían comunicarse con los directivos mediante un lenguaje de señas y de claves para informar antes de los encuentros si ya estaba arreglado o el dinero no había llegado aún. Para estas maniobras, González Alzate se valió de un árbitro santandereano cuyo nombre es Milton Ochoa, a quien utilizó como chivo expiatorio para tal propósito. Lo que Ochoa y muchos de sus colegas ignoraban era que González Alzate no había montado la ‘Operación NASAR’ para conocer cuáles árbitros eran corruptos, sino precisamente para todo lo contrario, para saber qué jueces se le volteaban.
Muchos de ellos seguían instrucciones y diseñaron unos códigos para comunicarse con quienes hacían parte de un sendero bastante siniestro. Salían a la cancha y cuando se alineaban con los equipos para los actos protocolarios, pivoteaban el balón dos veces, eso significaba que todo estaba bien. Si lo hacían tres veces significaba que el dinero del soborno estaba incompleto. Si dejaban caer una banderola era que uno de los tres árbitros no había recibido la paga. Todo esto lo confesó en una declaración de más de 45 minutos que le concedió Milton Ochoa a mi compañero de labores en la cadena radial RCN, Hermes Díaz, a quien le dije que fuera a dicha cita porque iban a estallar una ‘bomba’ que afectaría a varios equipos y personas del fútbol colombiano.
Cuando se desató el escándalo muchos huyeron, entre esos Ochoa, ya que su vida corría peligro. Un gran sector del periodismo deportivo se hizo el de la vista gorda y nosotros continuamos con la investigación ya que a esa historia le faltaban varios capítulos. Entre otros, la desaparición de dos árbitros, uno del Valle del Cauca y otro de Risaralda. Luego de publicar varios de esos temas y empezar a contar la verdad y de paso desmantelar la red de corrupción del arbitraje que involucraba a varios equipos entre ellos al América de Cali, muchas personas se incomodaron y empezaron a llegar las primeras amenazas de muerte de personas cercanas a Miguel Rodríguez Orejuela. Cuando dichas advertencias se hicieron más frecuentes, me comuniqué con un amigo cuyo nombre es Gustavo Aparicio, quien me presentó a un técnico del cuadro vallecaucano que tenía una relación bastante estrecha con ‘El Señor’.
De manera casual, él vino como técnico del América a enfrentar al Bucaramanga. Esa noche después del encuentro en Bucaramanga fuimos a un restaurante conocido como ‘El Viejo Chiflas’, localizado a un par de cuadras de donde los grupos de mariachis esperan ser contratados. Allí le expuse el caso. Gracias a sus buenos oficios y a otro técnico amigo de él y conocido mío, logramos que dos semanas después se comunicaran conmigo y me pusieran una cita en una cárcel en donde se encontraba el capo del narcotráfico. Me entregaron unas indicaciones vía mensaje de texto y con todos los datos en la mano, no solo debía ir el día que ellos dijeron, sino que tenía prohibido comentarlo con nadie, ya que mi vida corría peligro. A la única persona que le conté todo fue a mi suegro, Héctor Grisales, quien había sido militar de inteligencia y supo manejar la situación con total tranquilidad, informando a sus colegas de la institución castrense quienes velaban para que no me mataran, ya que las amenazas iban en serio.
El viaje hasta el lugar del encuentro se hizo eterno y los nervios ocasionaban que mis manos se tornaran frías y sudorosas al extremo. No sabía qué le iba a decir al hombre por el cual ofrecieron millones de dólares por su captura, la que se llevó a cabo por parte de la policía nacional el 6 de agosto de 1995 en la ciudad de Cali. Durante todo el trayecto pensaba una y mil veces lo que le iba a decir cuando lo tuviera frente a mí. Orlando Maturana, un jugador de fútbol quien jugó en la década del 80 con la camiseta del América y del Bucaramanga entre otros, me había contado años atrás, cómo era él, en qué forma había que abordarlo y lo que más me impresionó era la manera como los ex jugadores del equipo vallecaucano se referían a su mirada. Lo describían como un tipo caballeroso, serio y con el cual no podían existir ni mentiras de por medio, ni rodeos.
El futbolista argentino Pedro Manuel Olalla me narró un incidente que tuvo con él en 1990 cuando Miguel Rodríguez le pidió el favor que cuando América jugara contra el Bucaramanga, Olalla no podía intervenir, mucho menos anotarle goles. El delantero argentino cuyo pase pertenecía al América lo desobedeció, jugó esa tarde de diciembre de 1990 e hizo un gol. Antes de viajar a Buenos Aires a fin de año, a todos los jugadores extranjeros les tocaba presentarse en Cali e ir al búnker de Rodríguez Orejuela a cobrar los dólares y a esperar que él, o sea Miguel Rodríguez, les dijera para cuál equipo irían en la siguiente temporada. Pedro Manuel se le presentó un día antes de viajar a su tierra natal y una vez estuvo sentado enfrente, ‘El Señor’ descargó su enojo y le dijo que cuando él le pidiera que no jugara, obedeciera. Y además le manifestó de manera perentoria: “Yo a usted le convierto su botín de oro en sandalia. A pesar de todo, usted me ha dado muestras de ser una gran persona, así que tome este regalo”. Olalla me confesó en una grabación que todavía conservo, que ‘El Señor’ sacó de su maletín un fajo de dólares y se los regaló.
Al ingresar a aquella prisión, debo confesar que aparte de mirar para todos lados y experimentar un ambiente sombrío y cargado de muchas energías difíciles de explicar, no tuve ningún problema. Es más complicado ingresar a un estadio de fútbol hoy en día, que a una penitenciaría de Colombia en esa época, y más si el visitante iba “recomendado” por alguien de adentro que ostentaba todo su poder así estuviera detrás de unos barrotes.
Un guardia desarmado del INPEC (Instituto Penitenciario y Carcelario) me condujo hasta donde se encontraba el narcotraficante y allí esperé por espacio de cinco minutos hasta que llegó elegantemente vestido, con un saco azul oscuro y un pantalón del mismo color. El color de la camisa no lo recuerdo. Los nervios que me asaltaban aquella mañana, no permitieron observar muchos detalles que hoy en día sería oportuno describirlos. La charla con él no duró más de 15 o 20 minutos. A mí me parecieron noventa, lo que dura un partido de fútbol. Es más, sentía las piernas pesadas, como si hubiésemos ido a tiempo extra. ‘El Señor’ saludó de mano y ordenó que me sentara. Su mirada era de hielo, su voz retumbaba y lo primero que manifestó fue su incomodidad por nuestras publicaciones y comentarios con respecto a los favorecimientos que había recibido el América por parte del arbitraje colombiano y la colaboración de algunos equipos a los cuales él les ayudaba año tras año con el préstamo de jugadores y cuerpos técnicos. También les daba plata para que pagaran esas nóminas costosas que competían en el torneo nacional, pero eso sí, debían ayudar al América en el momento en que el onceno caleño lo necesitara. ¡No se podían negar!
Recuerdo que estaba molesto con el ex senador liberal Tiberio Villarreal Ramos, quien había sido dueño del Atlético Bucaramanga y un aliado de lujo para los intereses de los Rodríguez Orejuela. Villarreal Ramos nos había confesado en una grabación que publiqué tiempo después, que gracias a Miguel Rodríguez había vendido el equipo en tres millones de dólares en 1988 a unos miembros del Cartel del Norte del Valle, comandado por Phanor Arizabaleta. Tiberio consultó esa decisión con su copartidario Rodolfo González García, Contralor General de la Nación, y al encontrar rechazo por parte de este político santandereano, tuvo que devolver el dinero y Arizabaleta casi lo manda a liquidar de no ser por los buenos oficios de Miguel Rodríguez Orejuela, quien tuvo que intervenir para que a Villarreal Ramos no le cortaran la cabeza.
Posteriormente Tiberio Villarreal Ramos fue blanco de los comentarios por parte de ‘El Señor’, ya que manifestaba que porqué se había puesto a hablar del tema años después, si lo había ayudado mucho en el pasado. A Miguel Rodríguez se le olvidó que utilizó a Tiberio para sacar de la presidencia de la Federación Colombiana de Fútbol al dirigente antioqueño León Londoño Tamayo y poner a una de sus fichas, Juan José Bellini. Además, le envió una razón conmigo y fue tajante: “Dele saludos y dígale que se calle y deje de joder”. Rodríguez Orejuela me preguntó que cuál era mi interés en esas cosas que estaba diciendo. Le manifesté que yo era periodista y quería investigar lo que había sucedido en el fútbol colombiano. ‘El Señor’, conservando sus modales y sin subir el tono de la voz, fue claro al decirme lo siguiente: “Joven, las investigaciones no las publican quienes están muertos. Voy a ver qué hago. Yo le aviso. Deje el tema quieto y no molesten más con sus investigaciones. Yo estoy preso y ya no puedo hacer mucho desde aquí”.
La orden era tajante, debía pararme e irme de ahí sin mirar atrás. Tampoco era capaz de girar la cabeza. Las piernas apenas me dieron para caminar y salir de aquel lugar. A los 20 días recibí una llamada que avisaba que ya todo estaba tranquilo, que mi vida no corría peligro, pero eso sí, al final de la misma fue acompañada por un insulto amenazante para que dejara de lado mis investigaciones acerca del tema. Nunca en mi vida imaginé un cara a cara con ‘El Señor’. Un tipo con una mirada difícil de olvidar y unas expresiones tan gélidas como el lugar en donde se hallaba. En el 2005 fue extraditado a Estados Unidos y hoy purga una condena de 30 años en una prisión de mediana seguridad en el estado de Pensilvania. Su hermano Gilberto murió hace unos meses en una penitenciaría en Carolina del Norte. Luego pensé que durante muchos años ellos manejaron este país no solo en la parte política y empresarial, sino también el fútbol profesional colombiano. ¡Así fueron las cosas!
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Es la cruda realidad en Colombia, que aún hoy, se maneja desde alguna finca de recreo. Viví una ecperiencia con el Atlético Bucaramanga en el famoso Hotel Bucarica, y el abogado protagonista aún goza de buena salud. Excelente crónica.