Hablar de los ‘minúsculos acontecimientos de mi vida prosaica’ es difícil para mí, pero, en esta ocasión, fueron otros quienes se impusieron la tarea de escudriñar mi vida pública y privada y lo hicieron con tanto empeño que ni yo mismo hubiera podido lograrlo con tanto acierto.
Ni mirándome en un espejo me hubiera reconocido tanto.
Frank Rodríguez, catedrático de cinematografía en la Universidad Autónoma de Bucaramanga junto con su equipo y parafernalia de útiles y en compañía de Alejandro Murillo y Pierina Lucco estuvieron muchas horas chismoseando con sus cámaras y equipos de sonido, ‘incomodándome’ con esos lentes sobre mi cara, filmando mis lentos pasos a causa del vértigo crónico, mis archivos desordenados como el apartamento de León de Greiff, ‘cual sus grandilocuentes versos de contorno difuso’, me entretuvieron largos ratos con su profesionalismo de encanto, de pertinaz empeño en su tarea de lograr lo mejor de lo que saben hacer.
El pasado jueves 13 de junio, en sesión privada en el auditorio mayor de la Universidad Autónoma de Bucaramanga presentaron su criatura recién nacida: la película, un largometraje de una hora larga, titulada ‘Kekar. La resistencia de la caricatura’.
Una cinta plena de luz y color que en nuestro viaje a Capitanejo, mi pueblito amado, mi valle iluminado, me transportó al regreso, a mi niñez y adolescencia en esas instancias cálidas a orillas del Chicamocha, donde ‘las cigarras en los mangos le cantan a mi querer’, según el bambuco enternecedor de Gilberto Duarte Torres, un malagueño que deambulaba toda la provincia a ver que encontraba para contar con versos musicales esas panorámicas paisajísticas rurales y urbanas.
Creo que este recreación cinematográfica es el mejor premio que he recibido como hacedor, en un largo trajinar de casi cincuenta años, en mi oficio de periodista como opinador grafíco y cronista de largo aliento. Me abruma tanta generosidad de este equipo de documentalistas pues no pienso, como García Márquez, que ya estoy entrando ‘ a una vejez inmerecida pero meritoria’.
La labor de edición de Frank y compañía en esta historia es loable y esa sí, realmente meritoria. Aprecio eso en lo que vale.
El viaje hasta Bogotá para que la gran maestra de la pintura colombiana, la santandereana Beatriz González Aranda hablara sobre mi trabajo, me enaltece en supremacía. Hermosas palabras que reelevan grandemente mi ‘ego’.
Ella es poco receptiva a las visitas de gentes que nunca ha conocido, pero me cuentan los visitantes, que cuando le dijeron que se trataba de hablar sobre Kekar, les abrió las puertas, las ventanas y el tejado. Qué tamaño honor para mí por ser de donde proviene.
Las imágenes en mi Capitanejo me llenan de un regocijo físico y espiritual y es lo que más quiero de esta edición grandiosa y multicolorida.
Van dos párrafos de mi canción amorosa: ‘Me siento tan feliz/ trayendo a mi memoria/ las calles de mi pueblo que hoy están escritas en mi larga historia/.
Yo me vine de allí / pero me he quedado para ahora y siempre/y este sentimiento será la semilla que mi hijo siembre…
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