Nada es más sorprendente en términos de movilidad que el tráfico fluido. Imagine poder coordinar de forma armoniosa a cientos de conductores que transitan por una vía, manteniendo velocidades constantes y respetando la distancia entre los vehículos. Todo esto ocurre de manera intuitiva, sin necesidad de una comunicación extensa más que el uso de señales lumínicas o el sonido de un pito. Es realmente sorprendente el nivel de sinergia que se logra de forma constante. Es como una danza de civilismo motorizado que, sin llevar un registro exacto, salva vidas.
El camino para alcanzar un comportamiento al volante casi universal no fue sencillo. Pasaron años desde la invención de los vehículos motorizados hasta que como civilización logramos alcanzar ese nivel de conducta. Para lograrlo, se combinaron normas, educación, infraestructura, tecnología y, sobre todo, conciencia colectiva. Sin embargo, en ocasiones, este civismo motorizado se ve opacado y la movilidad se ve afectada por la falta de respeto a las normas establecidas. Es en esos momentos donde el Estado busca mecanismos de coerción para cumplir sus propósitos.
No obstante, la implementación de estos mecanismos debe ir acompañada de un ejercicio de legitimidad; de lo contrario, el rechazo y el repudio hacen que sea imposible alcanzar los objetivos. Es decir, como sociedad, prácticamente demandamos y celebramos que cuando la situación se sale de control, recurramos a medidas autoritarias impuestas por el “papá” Estado. Esto resulta decepcionante para aquellos que creemos en las ideas de progreso y autorregulación de la sociedad a través de mecanismos culturales y educativos.
Es por esta razón que celebramos tener una Dirección de Tránsito fortalecida, encargada de perseguir a los infractores y enseñarles mediante comparendos y cepos dónde no se puede estacionar. Incluso hemos llegado al punto de marcar en rojo las cebras, que ya no pudieron seguir siendo cebras de blanco y negro, para mostrar los pasos peatonales en las principales vías de la ciudad. Ahora, se plantea la necesidad de establecer cámaras en todas partes para vigilarnos y castigarnos, como describió el filósofo francés Foucault, quien sostuvo que las sociedades modernas operan a través de la puesta en marcha de sistemas de vigilancia para lograr normalidad y disciplina.
Es lo que deseamos, nos sentimos inseguros al ver que es casi un milagro que se respeten los semáforos en rojo. En cada esquina se presentan incidentes entre conductores y peatones, y a menudo confundimos un andén con la vía. Además, aún no hemos logrado comprender, desde una perspectiva sociológica, por qué todos los jueves en la noche cientos de motorizados se reúnen para generar caos al resto de la ciudad, realizando maniobras, exhibiendo conductas ingobernables durante un breve lapso de tiempo, para luego retornar a la cotidianidad hasta el siguiente jueves.
Claramente, necesitamos tomar medidas urgentes para regular nuevamente nuestros comportamientos. Esto es evidente y no requiere mayor discusión. Sin embargo, también debemos cuestionarnos las razones que nos llevan a depender constantemente de la aplicación de medidas coercitivas para avanzar hacia conceptos bastante obvios de convivencia. Los esfuerzos de la cultura y la educación parecen sucumbir una vez más ante la insistencia de la mano dura. Esperemos que pronto podamos comprender que el orden superficial impuesto por estas medidas no puede reemplazar la conciencia vial arraigada en los principios de responsabilidad y respeto.
Para finalizar, vivimos en una sociedad que se muestra indiferente ante los acontecimientos y que no suele plantearse preguntas sobre las causas que los originan, a pesar de sufrir las consecuencias. Sería importante que la administración pública destinará más recursos a investigación sociológica para comprender en mayor medida los problemas de la ciudad. Me temo que continuamos brindando respuestas sin conocer a profundidad las causas, lo que dificulta abordar de manera efectiva los problemas.
0 37827 Me Gusta